Según fuentes documentales del Anuario Pontificio, al ser elegido, el nuevo papa escoge un nombre distinto al suyo como parte de una tradición que se remonta a más de un milenio.
El cambio de nombre no está establecido en un documento obligatorio, pero se ha convertido en una práctica regular desde el siglo VI.
Este acto simbólico ocurre inmediatamente después de su elección, antes de ser presentado públicamente al mundo desde el balcón de la Basílica de San Pedro.
El primer papa conocido que adoptó un nombre distinto al suyo fue Juan II, elegido en el año 533. Su nombre de nacimiento era Mercurio, y decidió no conservarlo al considerar que era inapropiado portar el nombre de un dios pagano siendo cabeza de la Iglesia católica.
A partir de entonces, muchos pontífices siguieron esa costumbre por razones teológicas, históricas o pastorales.
Con el paso del tiempo, la elección del nombre se transformó en un gesto de inspiración y continuidad.
Algunos lo hacen como homenaje a figuras anteriores, mientras que otros buscan señalar una orientación doctrinal o el modelo de pontificado que desean seguir.
El nombre papal refleja, en muchos casos, la figura que marcó al elegido durante su formación o su vida eclesiástica. Francisco, por ejemplo, fue adoptado en honor a san Francisco de Asís, mientras que Juan Pablo I combinó dos nombres recientes en homenaje a sus predecesores inmediatos.
No existen reglas específicas para la elección. Cada papa decide el nombre en total libertad tras la proclamación en el cónclave, y la selección es comunicada al cardenal protodiácono, quien lo anuncia a los fieles junto con la fórmula "Habemus Papam".
Desde el siglo X, ningún papa ha conservado su nombre de pila al asumir el cargo. Todos han adoptado una nueva identidad simbólica, lo que ha reforzado la percepción del pontificado como una misión distinta dentro de la Iglesia.
El cambio de nombre es considerado parte del inicio formal del nuevo ministerio pastoral, acompañado de la aceptación del cargo y la bendición apostólica.